Correr, correr, correr… para superarse cada día no tiene fronteras visibles. El pasado 7 de agosto de 2013 se celebró el “Día del Maratonista” en alusión a dos hechos históricos que marcaron al atletismo argentino: la medalla dorada de Juan Carlos Zabala en el Maratón de los Juegos Olímpicos Los Ángeles 1932 y la misma premiación –el mismo día– de Delfo Cabrera pero en los Juegos de Londres 1948, convirtiéndose en una coincidencia y homenajeándolos con su día especial.

Las huellas que sellaron ambos deportistas a nivel mundial registraron tiempos similares: 2 horas, 31 minutos y 36 segundos para Zabala. En tanto, Cabrera logró su hazaña en 2 horas, 34 minutos y 52 segundos.

Los kilómetros que atravesaron hasta llegar a la meta se tradujeron en búsqueda de oxígeno para reponer el desgate corporal sufrido. Un cuento de un maratonista sin límites físicos se refleja en “Las doce a Bragado”, escrito por Haroldo Conti en 1975.

Esta historia narra la vida de Agustín –tío de Conti– durante su participación en la “Carrera de Fondo de las 12 leguas a Bragado”, un 15 de mayo de un año indeterminado (se presume la década del ´25 o del ´30). La competencia tenía como intención unir las ciudades de Chacabuco y Bragado, separadas por unos 103 kilómetros de ruta y ubicadas al noroeste de la provincia de Buenos Aires.

“(…) “¡Dale, flaco!”. Porque el tío es puro hueso, y una llama bien encendida que alumbra por debajo de su piel (…).”, es la descripción que remite el autor del cuento.

Agustín era un corredor oriundo de Chacabuco, partido de alrededor de 50.000 habitantes y una superficie total de 2.290 Km2. La crónica se inicia mediante la pericia que atravesó el chacabuquense hasta finalizar su recorrido en Bragado, paso a paso con sus piernas largas y las zapatillas de badana rozando los caminos asfaltados o la vegetación reinante del campo.

Según el relato, el hombre de la camiseta número 14 incrustada en su espalda y pantalones cortos negros comenzó su recorrido en la Plaza San Martín de su tierra natal, justo frente a la parroquia San Isidro Labrador (patrono de los agricultores de Chacabuco) y en su jornada festiva.

Su trayectoria atlética continuó en la Avenida Garay y Avenida Colón hasta enfilar el puente de laguna de Bragado (Ruta 42), es decir, transportándose de la zona urbana al especio verde en un breve instante: “La gente resbala como una mancha oscura por el costado de sus ojos y, después del hospital municipal, se corta, se disuelve y cuando no hay más gente y sólo queda por delante el camino pelado, el campo húmedo y la mañana olorosa”.

Haroldo Conti recordó a su tío afectuosamente y destacó su espíritu e impulso que imprimía al correr por el ancho de los senderos: “(…) Yo me suspendo y pienso, casi grito, ¡Ahí va mi tío, hijos de puta! ¡Miren qué lindo loco! Pasa como entonces con la terca y dura mirada clavada en el horizonte, con las narices anchas de viento, cavando el aire con sus largas, muy largas piernas”.

Además subrayó su fuerza física para atravesar terrenos sinuosos o difíciles de andar. Él lo apodaba cariñosamente a Agustín como “loco caballo desbocado”, atleta que ganó muchos récords de maratón en 1932 y dijo presente varias veces en la Vuelta del Salado.

Pero su meta real no era Bragado sino un monte cerca del campo de Cirigliano –un propietario conocido por ellos– que se trasladaba allí “por premio o por mero gusto, acompañado o solo (…) mientras le duró, por muchos años, aquel berretín de caballo desbocado”. Tan así que en una maratón, se pasó de la meta final y corrió enérgicamente hasta la ciudad de 25 de Mayo, unos 900 kilómetros de distancia con relación a su tierra natal.

El autor de la historia no solo contempló la destreza de su tío en pista sino que rescató espacios verdes y sitios históricos de la ciudad de Chacabuco. El almacén de don Luis Stéfano, el bar Falucho, el cementerio Municipal y la Avenida Alsina fueron algunos sitios mencionados.

El impulso de su tío por correr largas no le surgió en la adultez, sino también cuando terminaba de laburar en la carpintería de su abuelo (mueblería y carpintería “El Mercurio”) durante su juventud: “(…) después del trabajo emprendía largas caminatas hasta el zanjón o el cementerio o el Prado Español o la quinta de Pastore, o la estación del Pacífico, donde esperaba ver pasar al `Cuyano´ que hendía la noche como un carbón encendido aventando sombreros y papeles”.

Hasta el propio Haroldo Conti participó de “Las doce a Bragado”. Pero debió abandonar al alcanzar el cementerio de Chacabuco, debido a que empezó a padecer dolores de cabeza y temblores en los dientes. “Al llegar al cementerio rodé con un grito entre polvo, sudores y piernas que pasaron zumbando al lado de mi cabeza”, confesó.

Agustín tuvo la idea de practicar el atletismo como estilo de vida y manera de distracción desde que trabajaba junto a su abuelo en la carpintería del Pasaje Intendente Beltrán hasta tiempo antes de padecer el Mal de Alzheimer, una enfermedad que lo atrapó en una cama sin poder salir de la habitación, le provocó desconocimiento de los nombres de sus familiares y desorientación.

A pesar de todo, Haroldo le dedicó esta historia y a su vez, aprovechó para rendir tributo a la ciudad que nació el 5 de agosto de 1865.

Una de sus últimas aventuras atléticas fue una caminata a la Basílica de Luján “portando el estandarte de la Congregación de San Luis Gonzaga”, según aclaró. Y la lección que le quedó grabado al escritor fue la siguiente: “Me explicó que era cuestión de echarse a andar y no cambiar el paso, vendarse los pies y calzar botines bien armados”.

LAS DOCE A BRAGADO: CUENTO LEÍDO POR ALEJANDRO APO EN EL PROGRAMA “TODO CON AFECTO”

PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE