Hace unos días Juan Tallón recordaba en un artículo para El País a esa élite de exquisitos magos indisciplinados. Hablaba de George Best, Romario y, cómo no, Mágico González. Futbolistas con botas de terciopelo y whiskey en sus entrañas; malabaristas con demasiado apego por su silueta pisando el cuero que no podían soportar arrugarse la camisa o perder la compostura ante una posible foto para un cromo de Panini. Eran freelancers del balompié, autónomos en el macromercado de la pelota. Se sabían genios, jugaban por y para sí y solo cuando la resaca o sus ganas de acaparar los flashes se lo permitían dejaban patente su indiscutible calidad. "Futbolistas salvajes". Amamos a los futbolistas salvajes, rezaba el titular de Tallón. Ese Born to be wild, ese vivir sin reglas. Bestias sin domesticar. El adjetivo les viene como anillo al dedo. Sin embargo, en la fábrica futbolística internacional existía —en pasado— un molde para jugadores a los que el atributo "salvaje" les venía grabado en la frente de serie. Gente para los que Best, Romario o Mágico tan solo eran maniquís en los que probar la dureza de sus espinilleras.

Nobby Stiles, Vasile Boli, Stuart Pearce, Giuseppe Bergomi, Marco Materazzi o nuestro querido Andoni Goikoetxea. Tipos más duros que los cimientos de los estadios que pateaban; figuras tan imponentes como Saquille O'neal en la pintura. Eran auténticos quebrantahuesos y estaban especializados en gambeteadores y demás amantes de la filigrana —que le pregunten a Maradona por 'El carnicero de Bilbao'—. Cuanto mayor era el número de bicicletas que podían hacer al encarar, más grande era la patada; cuanto mayor era la velocidad que podían alcanzar, más metros recorrían en la caída. No obstante, ninguno de ellos llegó a alcanzar los niveles de salvajismo de uno de los equipos más sonados de nuestro tiempo. Hablamos de un grupo de futbolistas a los que el binomio Pablo Alfaro-Javi Navarro le hubiera parecido una parejita de Testigos de Jehová. Un grupo de futbolistas que encarnaron a la perfección el espíritu de los Sex Pistols y llevaron a los campos de la honorable First Division —hoy Premier League— la lucha contra la aristocracia británica: la Crazy Gang.

Jugadores del Wimbledon (con John Fashanu y Vinnie Jones en primer término) durante un entrenamiento. Fotografía: Daily Mail.

Wimbledon FC: un humilde con piel de cordero

Como en toda gran historia de fútbol proletario hay que desplazarse hasta los suburbios de una de las ciudades con mayor tradición balompédica del globo: Londres. Arsenal, Chelsea, Tottenham, West Ham, Queens Park Rangers, Fulham, Millwall, Charlton Athletic, Crystal Palace, Brentford, etc. El listado de clubs profesionales de la capital británica es interminable. Quizá por ello nadie prestó demasiada atención al nacimiento del Wimbledon FC en el barrio del mismo nombre. Corría el año 1889 y para entonces la colina —"dun" en inglés, como le conocen sus habitantes— ya había decidido volcarse deportivamente con el All England Lawn Tennis and Croquet Club, sede del que a la postre se convertirá en uno de los Grand Slam más prestigiosos del mundo de la raqueta. Con este panorama, la fundación de un equipo de fútbol de alumnos en el Old Central School no atrajo el interés de casi nadie.

Pero los chavales del Wimbledon Old Centrals FC pronto comenzaron a cosechar éxitos a nivel local, escalando posiciones en el organigrama amateur del fútbol británico. Con paso firme, los valientes del distrito londinense fueron tirando lastre con el devenir de las temporadas. Abandonaron el colegio, física, morfológica e incluso nominalmente. El ya mítico —y por aquel entonces (1912) nuevo— Plough Lane acogió a los wombles —como así se les conoce— y "Old Centrals" se cayó de la nomenclatura oficial del club. El Wimbledon ya era el equipo de los dons; pero no sería hasta la temporada 1964/65 cuando la dirección del club daría un paso al frente en la utopía de la profesionalidad: la Southern League, un salto de proporciones épicas para acceder al... séptimo nivel del sistema de ligas de fútbol de Inglaterra.

En 1975 un equipo amateur copó todas las miradas en la prestigiosa FA Cup

El Wimbledon estaba empeñado en seguir rompiendo barreras a base de bemoles y si la Liga de Fútbol no llamaba a su puerta, lo harían ellos. En el curso 1974/75 entrarían a porrazos en la crónica deportiva de los principales rotativos nacionales británicos. La prestigiosa FA Cup sería testigo ineludible de la progresión de un equipo humilde hasta cotas tan altas como la Premier. Los hombres del Wimbledon FC consiguieron eliminar al Burnley en Turf Moor durante la tercera ronda del campeonato para convertirse en el primer equipo "non-league" en apear a un First Division en todo el siglo XX. Vamos, un "alcorconazo" pero a lo bestia; un idilio con el torneo del KO similar al del Mirandés de la 2011/12 pero llegando desde muchísimo más abajo. Tuvo que ser el Leeds United —vigente campeón de liga con Don Revie en el banquillo— quien pinchara la pompa de los wombles. Y le costó: 0-0 en el partido de ida en Elland Road tras detener Dickie Guy un penalti a Peter Lorimer y 1-0 en la vuelta con un autogol del Wimbledon ante los 40.000 asistentes del Selhurst Park, emplazamiento provisional para el equipo ante la expectación que había levantado el choque —y una inundación en Plough Lane que hacía imposible la práctica del balompié—. Fue un David contra Goliat y el gigantón se llevó el duelo casi de milagro. No ocurría una segunda vez —pero esto ya es adelantarse a los acontecimientos—.

Tras semejante hazaña y tres títulos consecutivos de la Southern League, dos temporadas después, el Wimbledon era escogido por la Football League para sustituir al Workington en la liga profesional para la temporada 1977/78. Por aquel entonces, la competición británica contaba con cuatro categorías: First, Second, Third y Fourth División. Tras varias campañas balancín entre cuarta y tercera, el presidente del club, Ron Noades, abandonaba la colina para hacerse cargo de la gestión de un club vecino de mayor entidad: el Crystal Palace. Pero Noades se llevó consigo al entrenador, Dario Gradi, a Selhurst Park. Con el capitán abandonando el barco, su asistente, Dave Bassett —queridísimo héroe womble de la FA Cup del 75'— se hizo cargo del equipo casi de forma provisional. Pero la apuesta de los nuevos dirigentes se convirtió en histórica. Eludiendo una primera temporada de transición, la mano del nuevo técnico llevó al equipo en cuatro años a la First; es decir, tres ascensos en cuatro cursos. De 1982 a 1986, a la victoria en el John Smith's Stadium de Huddersfield Town para certificar, en la última jornada de liga, el tercer puesto en la promoción de la actual Championship.

Dave Bassett manteado por sus jugadores en 1985. Fotografía: Daily Mail.

Y ahora rock n' roll

Hasta aquí un breve repaso a la historia del club. Uno de esos cuentos de superación, sacrificio y esfuerzo con final feliz de los que enternecen a cualquier aficionado de equipo modesto. Todo bonito; pero ahora viene lo chungo. Hablamos del año 86'. Entonces el Wimbledon FC ya era un grupo de indeseables, tuercebotas y violentos hooligans a los que les habían dejado, no se sabe muy bien cómo ni por qué, repartir manteca a escala nacional. Para cuando los dons aterrizaron en la Premier, Tony Stenson, periodista del Daily Mirror, ya les había bautizado como la Crazy Gang.

Traducido al castellano como "banda de locos", el mote procede de un grupo de comediantes británicos de la década de los treinta. El sonido había llegado recientemente al cine pero la impronta de Chaplin, Buster Keaton y compañía seguía muy presente entre los humoristas de la época. El Slapstick, subgénero de la comedia caracterizado por acciones exageradas de violencia física teatralizada, caló hondo, no solo al otro lado del charco, sino también en las islas británicas y las funciones de The Crazy Gang hicieron las delicias de un pueblo mermado y oculto bajo las trincheras en tiempos de guerra: desde el más humilde deshollinador, hasta la mismísima familia real, que tenía en Jorge VI al mayor de sus fan. Punk, Punk, Punk. La ironía del God save the Queen de los Sex Pistols estaba presente en el apelativo de este Wimbledon FC de finales de los ochenta incluso desde sus orígenes. ¿Los preferidos de la corte? No, los sublevados. La resistencia frente al star system, la perdurabilidad del fútbol de tierra y barro frente a la publicidad de las camisetas y los jugadores anunciando calzoncillos.

Holdsworth: "Nadie estaba a salvo". Las bromas eran una constante en el vestuario

Stenson estuvo fino. Aquel Wimbledon FC estaba plagado de cómicos; figurantes de humor negro. Pasando por alto —se intentará— las excentricidades fuera del campo de esta pandilla de tarados, las bromas dentro del vestuario estaban a la orden del día. Lunas tintadas de vaselina, mochilas ardiendo, neumáticos rajados, etc. Todo valía en el interior de Plough Lane. Y no solo entre los futbolistas. Un vez vaciaron el despacho del entrenador y colocaron todos sus muebles en el pasillo e, incluso, el presidente, Sam Hammam —excéntrico ingeniero libanés que invirtió en clubes ingleses durante el siglo pasado— sufrió los desequilibrios de su equipo: "Pensábamos que el presidente estaba detrás de varias bromas hasta que uno de los cabecillas de la plantilla cogió el coche de Hammam, lo condujo varias millas a las afueras de la ciudad y lo dejó abandonado. Al día siguiente, fuimos todos a su despacho y el culpable le dio las llaves y le dijo que su coche estaba en un área de diez millas cuadradas alrededor del estadio y que podía ir a buscarlo cuando quisiera. Varias semanas después, el presidente seguía yendo al trabajo caminando" (Dean Holdsworth, novato de Vinnie Jones en 1992). Y como esta, otras tantas historias no publicables o demasiado crudas para salir a la luz.

El presidente, Sam Hammam, revolcado en el barro por sus jugdores. Fotografía: Daily Mail.

Pero más allá de similitudes metafóricas, la "Crazy Gang" aludía principalmente a su comportamiento dentro de los terrenos de juego. Digamos que los dons no eran la Naranja Mecánica de Cruyff. Tiramos de hemeroteca: un ejemplo nostálgico —a más no poder en estas fechas turbulentas—. Osasuna a principios de siglo —el de Lotina y los primeros años de Javier Aguirre en el banquillo de El Sadar— era un equipo peculiar que se caracterizaba por la ausencia total de calidad entre sus futbolistas. El 90% de los escasísimos goles que marcaba el conjunto rojillo llegaban en jugadas rocambolescas, de rebote y a balón parado —incluso el saque de banda era una ocasión de oro para meter el balón a la olla—. El leitmotiv de ese equipo era anular a toda costa el juego de sus rivales, desdibujar al contrario con un fútbol duro, físico y lleno de triquiñuelas en un campo reducido y con el público encima —literalmente—. Todo muy inglés. Pues bien, ese Osasuna era el Brasil de los setenta al lado de la Crazy Gang. Para darle credibilidad al asunto, un par de testimonios significativos:

“La mejor forma de ver al Wimbledon es en el teletexto” (Gary Lineker, uno de los mejores delanteros centros de la historia y abanderado del juego limpio: ni una sola cartulina amarilla en 15 años de carrera).

"Tristes, miserables, pero eficaces" (Bobby Robson, entrenador de la selección inglesa entre 1982 y 1990. El hombre que no convocó a Vinnie Jones).

"Si podemos vender Newcastle Brown en Japón y el Wimbledon puede llegar a la First Division, entonces no hay seguramente nada fuera de nuestro alcance" (Margaret Thatcher, AKA La Dama de Hierro, primera ministra del Reino Unido desde 1979 a 1990. Dura durísima).

Ya no estamos en los años treinta. Las dictaduras totalitarias no amenazaban Europa occidental e Inglaterra era un país completamente nuevo. El sector servicios y el turismo había sustituido a la clásica industria pesada de las islas británicas; el neoliberalismo político se había instaurado sobre los cimientos del país y la sobriedad anglosajona alcanzaba sus cotas más altas. Honor, lealtad, la música Pop —suavito—, el té de las cuatro, la puntualidad, moqueta por todos lados, etc. Se decía de aquel grupo cómico que, en tiempos de guerra, la desfachatez sobre el escenario se antojaba necesaria; y eso hizo el Wimbledon FC de finales de los ochenta: insolencia, sinvergonzonería, osadía y nihilismo sobre su teatro particular, el césped, pero en tiempos de paz —o no...—. Ellos pusieron el Rock n' Roll y la guitarras distorsionadas a una banda sonora melódica, fluida y previsible. ¿Galantería? Para le Liverpool y los Pet Shop Boys. La Crazy Gang eran quintas distorsionadas y crítica social sobre el verde. O no, ni eso. Era puro caos, anarquía. No había más mensaje que el miedo que los rivales debían tenerle a estos locos.

Fashanu coge del cuello a Glyn Hodges. Fotografía: Daily Mail.

Los matones de Vinnie Jones I: los padres fundadores

Hasta este momento, un nombre ha ido cayendo a cuentagotas por todo el texto. Quienes le conocen no pueden evitar una sonrisilla torcida; quienes no, quizá sean demasiado curiosos para no haber puesto ya su nombre en el buscador de la Wikipedia: Vinnie Jones. No obstante, todavía no es el momento de dedicarle unas línea —solo esperad un poco más—. Y es que las cosas no ocurren de la noche a la mañana. La Crazy Gang tiene sus precursores y, aunque alcanzara la fama mundial a finales de los ochenta, el título de los locos oficiales del fútbol británico llegaría unos años antes de alcanzar la First.

En una entrevista para la BBC, Vinnie le otorgó —aunque dubitativo— a Wally Downes el honor de ser el padre putativo de esa filosofía tan propia y peculiar que acampaba en el interior de Plough Lane. Él era el dueño y señor del vestuario de los wombles cuando Jones fichó por el Wimbledon FC en 1986. Downes se formó como futbolista en las categorías inferiores de los dons y debutó con apenas 18 años (1979) con el primer equipo. Allí permanecería once años —hasta 1988— y más de 200 encuentros oficiales, por lo que sus galones como peso pesado del vestuario estaban más que justificados. Sin embargo, el hecho de ser un veterano podía no implicar necesariamente el respeto de sus compañeros; ahora, meter al fisio de cabeza bajo el agua durante un viaje en barco del equipo sí. Y además son unas risas —cronómetro en mano—. Wally también tuvo sus rencillas con uno de los chóferes del club: a 90 km/h se le ocurrió la genial idea de golpearle en la cara con el pescado de un fish & chips, con su correspondiente choque y dimisión del conductor.

Dave Bassett y Wally Downes (derecha) celebrando en una estación de servicio el ascenso. Fotografía: Daily Mail.

Sin embargo, y aunque pocos habrá tan capacitados como Vinnie para hablar de la Crazy Gang, todo indica a que el primer tarado del Wimbledon fue Steve Parsons, un extremo de Hammersmith que debutó como profesional en Plough Lane en 1977 y cuya carrera deportiva dejó más anécdotas que goles. Cuenta la leyenda que, en una fiesta organizada por Dave Beasant —el que sería guardameta titular de los mejores años del equipo—, el muy energúmeno se dedicaba a lanzar macetas de tierra al aire para ver si las conseguía encestar en su cabeza; es decir, lo que hoy en día todos hacemos con los panchitos a la boca, pero en su versión Crazy Gang. No obstante, su etapa en el club apenas duró tres años, hasta 1980, poco antes de que el Wimbledon FC comenzara su imparable despegue hacia los libros de historia de la Premier.

Los tres ascensos se consiguieron con un mismo bloque de futbolistas

Para cuando Parsons dejó la colina, Dave Bassett apenas era un mito y el asistente de Dario Gradi. La hazaña del técnico inglés al frente de la Crazy Gang no se limita a los tres ascensos y una permanencia histórica —sexto puesto en la temporada de su debut en la máxima categoría (1986/87)—, sino en las limitaciones con las que lo logró: ante las restricciones económicas de los wombles, Bassett elevó de la Fourth a la First Division a un mismo bloque de futbolistas, con apenas un par de retoques por mercado. Un buen ejemplo de ello fue el ya mencionado Dave Beasant, que estuvo desde 1979 a 1988 defendiendo la portería del Plough Lane para después jugar en Chelsea y Newcastle, entre otros, además de la Copa del Mundo de Italia 90' con la selección inglesa. Aunque para mito, mitazo, el delantero Alan Cork.

"Alan Cork, Alan Cork, Alan Alan Cork. He's got no hair but we don't care, Alan Alan Cork". Un Toquero en toda regla. Fue el eterno delantero suplente de los dons durante su estancia en la First: de 1986 a 1992. No obstante, si añadimos sus números prePremier —ocho años más, desde 1978— le convierten, no solo en el jugador que más veces ha vestido la elástica del Wimbledon en su historia (430), sino en el máximo goleador histórico de los wombles: 145 dianas. Tal fue el cariño que despertó entre aficionados, club y barrio que, el 18 de mayo de 1988, Selhurst Park acogió un partido homenaje al ariete para conmemorar sus diez años al servicio del Wimbledon. Para la historia, la particular felicitación de sus compañeros de equipo en una foto que pasará a la posteridad.

Los jugadores de la Crazy Gang en su celebración más famosa y sonada. Fotografía: CNN.

Los matones de Vinnie Jones II: el núcleo duro de la Crazy Gang

La imagen superior representa a la perfección los valores de aquel Wimbledon —ninguno— en un momento en el que el apelativo Crazy Gang había alcanzado el sumun de su máxima expresión. Recordamos: año 1988. El Plough Lane era el patio de recreo de los tipos más duros de Inglaterra. Curso tras curso, la plantilla womble fue incorporando fichas nuevas en su tablero. Jugadores ajenos, distintos entre ellos, pero con un perfil muy marcado: jóvenes problemáticos, hiperactivos, agresivos y criados en entornos y barrios poco aconsejables. El primero en caer (1984) sería Lawrie Sánchez, delantero londinense de padre ecuatoriano que se encargó de materializar con sus goles las mayores gestas del club. Un año más tarde llegaría al equipo Dennis Wise —de sobra conocido por su etapa en el Chelsea—, prototipo de hooligan y, en sus ratos libres, centrocampista leñero. En el mercado de invierno de la temporada 1985/86, en plena lucha por el ascenso a la Premier, el Wimbledon fichó al delantero John Fashanu, de sangre caliente y africana. Y finalmente, tras consumar el ascenso y con el club inmerso en un proceso de construcción de un equipo de garantías para mantenerse en la máxima categoría, llegó, procedente de la Segunda División sueca —nada menos—, la joya de la corona: Sir Vinnie Jones, un tipo despiadado al que a su lado Joey Barton parecería un niño de San Ildefonso. Era 1986.

El Wimbledon de Bassett debutaba Maine Road ante el Manchester City con un resultado calamitoso: 3-1 a favor de los citezens en el partido inaugural de una temporada que llevaría a los sky blues a Segunda. El sueño de los dons parecía darse de bruces con la realidad ante un equipo que no era ni la sombra de lo que es hoy día. La osadía de llevar a un mismo grupo de jugadores de tercera a la máxima categoría del fútbol inglés parecía ser demasiado estúpida para la mejor liga del mundo. El fútbol rancio y simplón del Wimbledon no tenía cabida ante los grandes. Pero era demasiado pronto para desistir; si el fútbol no funciona, ¿qué tal el antifútbol? Y no estamos hablando del mítico catenaccio italiano... La frase que mejor define a la Crazy Gang es: ni juegan ni dejan jugar. En aquel conjunto el extremo más pinturero era como un pivote defensivo / destructor.

Contra todo pronóstico y para desesperación de los amantes del tiki-taka, la apuesta salió redonda. Cuatro victorias consecutivas por la mínima —Aston Villa, Leicester City, Charlton Athletic y Watford—, tres de ellas sin encajar un gol en contra, era la carta de presentación del chico malo de la liga. El Plough Lane se convirtió en un fortín, los hombres de Bassett en un muro infranqueable y los rivales del Wimbledon en el perfecto sparring semanal de su banda de carroñeros. Para la historia, las dobles victorias ante Manchester United —1-0 y 0-1— y Chelsea —2-1 y el espectacular 0-4 en Stanford Bridge—. Los gallitos de la Premier ya sabían lo que era sufrir ante estos chicos de barrio y prácticamente fue el Everton —campeón de la First esa campaña— el único conjunto que logró sacarle los tres puntos en la ida y en la vuelta; ni siquiera el Liverpool, que cayó 1-2 en Anflied Road. El resultado: un sexto puesto histórico en su primer curso en la cima, clasificación que hoy habría significado un billete para la UEFA, pero que en aquel momento, debido a la prohibición que se había impuesto sobre los equipos ingleses en Europa —tras la tragedia del Heysel Stadium—, se quedó en un simple dato para la historia. Pero había algo que ni la FIFA ni nadie les podía quitar: el respeto —como sinónimo de miedo— y la fama de la Crazy Gang.

Fashanu: "Creíamos que éramos caudillos militares porque a las tres de la tarde los sábados íbamos a la guerra"

Antes de aquel partido ante el City, el hombre más conocido de los wombles era Lawrie Sánchez. Suyo fue el gol que le dio al Wimbledon el ascenso a la First ante el Huddersfield y, a pesar de que se decía de él que era el que peor carácter tenía de aquel equipo, siempre se le consideró el más discreto de este núcleo duro de la Crazy Gang. Todo lo contrario que John Fashanu, su compañero en la delantera don. De padre nigeriano y madre ghanesa, fue uno de los arietes más prolíficos del Wimbledon con 107 goles en 276 partidos. A diferencia de Lawrie, Fashanu fue uno de los hombres fuertes de aquel equipo. Literalmente. Su poderío físico y capacidad intimidatoria le convertían, no solo en el goleador, sino en el primer hombre en la sádica presión del los wombles. "Creíamos que éramos caudillos militares porque a las tres de la tarde los sábados íbamos a la guerra", reconoció el delantero a la BBC. Entre sus víctimas más sonadas está Gary Mabbutt, eterno capitán de los Spurs, que recibió una fractura craneal en un partido ante los dons. Sin embargo, sus delirios fuera de la canchas acabaron lastrando totalmente su imagen entre los fanáticos del fútbol físico. Sus salidas homófobas en relación a su hermano Justin —prometedor futbolista y primer jugador en salir del armario en Inglaterra—, que se acabó suicidando, y los intentos forzados de John por mantenerse al pie del cañón con intervenciones en infinidad de realities desde su retirada no ayudaron en nada a los fans.

John Fashanu con la camiseta del Wimbledon. Fotografía: Football Premier League Today.

El orden no es azaroso: de menos a más. El tercero de la lista sería Dennis Wise, un hombre que tenía a John Terry poniendo paz entre sus rivales cuando sacaba la pierna a pasear. Y es que Wise fue el gran triunfador de la Crazy Gang, el único loco que prosperó en la Premier tras el dramático final del Wimbledon. En el verano de 1990 hizo las maletas con dirección a Stanford Bridge, donde se alzó con la capitanía y alcanzó la internacionalidad absoluta, antes de marcharse al Leicester. Allí, nada más llegar, le partió el pómulo a Callum Davidson por negarse a continuar una partida de cartas durante la concentración del equipo. Ferguson decía de él que era capaz de producir una pelea en una casa vacía. De su temperamento agresivo dejó constancia también en nuestra liga, concretamente en Marcelino Elena —en una Recopa de Europa ante el Mallorca— y Sávio Bortolini —en la Supercopa de Europa de 1998 frente al Real Madrid—.

Wise era producto inevitable de unos años difíciles para el fútbol inglés. Vivió el paso de la First a la Premier en 1992 —en una operación en la que los clubes buscaban abandonar la vieja Football League para tomar ventaja de un lucrativo trato de derechos de televisión— y pertenece a la generación que dio los días de mayor apogeo en el movimiento ultra del fútbol británico. Pequeñito pero matón, cabeza rapada y esa sonrisilla aniñada que ocultaba durante el repaso de las alineaciones el carácter de un perro de presa. Centrocampista jefe, con dos de mandos, orden, posicionamiento milimétrico y llegada al área con un gran disparo de media distancia. Algo así como Lampard —su sucesor natural con los blues— pero sin técnica y la calma del hoy jugador citizen. Sanciones disciplinarias, problemas con las drogas y el alcohol y un modo de vida que le llevaba del campo al pub y del pub al estadio. El sueño húmedo del perfecto hooligan.

Dennis Wise celebra un gol con la camiseta del Wimbledon. Fotografía: Click News.

Y luego de los hooligans están los matones. Sicarios a sueldo de un escudo. Existe una delgadísima línea que les separa. Mientras Wise era impulsivo, Vinnie Jones era y es, en cierto sentido, imperturbable. Él mantenía el tipo durante todo el partido; su tipo. Tipo de descerebrado, violento y agresivo. Camorrista y pendenciero. Era un ángel exterminador que vagaba por los campos de fútbol buscando rodillas que partir. Y aunque finalmente no lo hiciera, ese cortocircuito que contagiaba su repeinada mollera era motivo suficiente para no disputarle un balón dividido. Con prudencia y algo de suerte, solo te llevabas un codazo en las costillas o la marca de sus tacos en el muslo. Y a dar gracias.

Pues Vinnie era como uno de esos tipos que, con el bar abarrotado y dos copas de más, van por el local con la cerveza como si anduviera entre nubes de algodón. No despreocupado de lo que le ocurra a su bebida, haciendo equilibrismo en su mano, sino pendiente de reojo de que alguien la derrame para iniciar una reyerta. Eso a Vinnie, en la cancha, le ponía. Se sabía el rival imbatible a batir y, por ende, pocos le opusieron resistencia. Era el más gallito del corral, el que meaba más lejos. Y, por si había alguna duda, en 1988 se lo dejó bien clarito al mayor aspirante a pendenciero rey de la Premier: Paul Gascoigne. "Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar la oreja con los dientes y luego la voy a escupir en la hierba. ¡Estás solo, gordo, sólo conmigo!", le dijo el futbolista del Wimbledon a la emergente estrella del Newcastle. Jones tenía la tarea de frenar su fútbol y lo logró con 14 derribos, un escupitajo y amenazas de muerte; bueno, y una acción que dejó impresa para la posteridad y al parecer inspiró al madridista Michel unos años más tarde en su particular duelo con el franjivioleta Valderrama. En un intento de recuperar la delantera, Gazza le envió un ramo de flores al término del partido y Vinnie, con menos sentido del humor, "agradeció" el regalo mandándole una escobilla de váter.

La famosa imagen de Gazza y Vinnie Jones. Fotografía: ua.tribuna.com.

“Si vas a por mí, mejor que acabes conmigo o seré yo el que vuelva a por ti. En cinco minutos o la próxima temporada”, dijo la criatura en una entrevista para un rotativo británico. Nada que sus rivales no supieran. Apenas un par de meses después de su debut en la First, una entrada salvaje sobre el capitán del Tottenham, Gary Stevens, obligó al defensor inglés a retirarse —cuatro años más tarde— tras ser incapaz de recuperarse por completo de la lesión sufrida a manos del matón de la corte womble. “¿Yo un provocador? No, soy sólo Vinnie Jones. Juego al fútbol y me gustaría marcar diez goles esta temporada, pero no creo que la Federación me deje jugarla entera”. En su controvertido palmarés particular, el líder moral de la Crazy Gang llegó a acumular a lo largo de su carrera 40 sanciones disciplinarias, ostenta el récord de la expulsión más rápida de la historia (3 segundos) y tuvo que pagar una multa de 20.000 libras esterlinas por un documental autoproducido de difícil justificación: Soccer's Hard Men, un manual visual de instrucciones sobre cómo lesionar, amedrentar o desquiciar a un rival. "No hay para tanto. En el vídeo sólo imparto lecciones de lo que hago en el campo”. Juzgad vosotros mismos:

Infinitamente limitado técnicamente, se convirtió en la piedra angular de los dons y firmó un rendimiento notable en los clubs que tuvieron la "suerte" de contar con él en su equipo —"¿Querrías tener junto a ti en una trinchera a Gary Lineker, o preferirías estar con Vinnie Jones? Sabes que, a la hora de la verdad, Vinnie Jones saldrá de la trinchera y correrá hacia el enemigo" (Soccer's Hard Men, 1992)—. Aún así, a diferencia de su compañero Wise, no obtuvo el reconocimiento de la internacionalidad al ser considerado "demasiado loco y sucio" —se adjunta definición gráfica para representar a los Three Lions. Más suerte tuvo con la selección galesa —de donde era natural su abuela materna—, con quien si consiguió disputar un buen puñado de partidos entre 1994 y 1997, para disgusto del exfutbolista Jimmy Greaves: “¡Estoy sorprendido! Tenemos la cocaína, la corrupción, e incluso el Arsenal marcó dos goles en casa el otro día. Pero justo cuando crees que lo has visto todo en el fútbol, Vinnie Jones se convierte en internacional”.

Para entonces, el Dennis Rodman del fútbol inglés ya estaba en el ocaso de su carrera. Tras abandonar Wimbledon en 1989 —y pasar por Leeds, Sheffield y Chelsea—, volvió a Plough Lane para permanecer allí seis años más (de 1992 a 1998) y retirarse en el 99' defendiendo la camiseta del Queens Park Rangers. Pero si alguien pensaba que el matón de Vinnie Jones caería en el olvido después de colgar las botas se equivocaba. El cineasta británico Guy Ritchie (RocknRolla, Sherlock Holmes) lo visualizó como ese tipo violento de las mafias londinenses de barrios bajos en Lock and Stock (1998) y, desde entonces, se convirtió en uno de sus actores fetiches junto al aclamado Jason Statham; hasta el punto de tener su papel en la exitosa Snatch: Cerdos y diamantes (2000) —con Brad Pitt y Benicio del Toro, entre otros— como Tony Dientes de Bala. Incluso, llegó a protagonizar el remake bretón de The Longest Yard (1974) y hoy vive con su mujer y sus dos hijos en una espectacular mansión en Los Angeles cuya entrada preside un letrero bastante esclarecedor: “No tengas cuidado con el perro, pero sí con el dueño”.

El día D: David contra Goliat

¿Y todo esto a cuento de qué? Pocos dudan de que aquel Wimbledon de finales de los ochenta, aquella Crazy Gang, fuera y es, hasta la fecha, posiblemente el equipo más duro y violento que ha pisado un terreno de juego. Fútbol rancio, de kick and rush (patea y corre), y, encima, de actitud y ética censurable. Hasta condenable. Entonces, ¿por qué la historia del balompié les rinde pleitesía? Para empezar, es de idiotas hacerse los escrupulosos. Los aficionados sevillistas amaban a Pablo Alfaro, los rojillos al 'Canario' Pablo García y en el Athletic todavía añoran la contundencia de Goikoetxea. Ese toque de locura que les corrompe cuando se calzan las botas, ese rebasar la línea por pura inercia, ese sentir a flor de piel, el deseo irrefrenable de contraatacar —no necesariamente con la pelota—, etc. Esa pasión que demuestran por la camiseta que portan. Es verdad que a veces son simples perdonavidas, pero muchas veces es inevitable cogerle cariño a estos tarados cuando juegan de tu lado; aún a sabiendas de que es infinitamente reprochable su conducta en determinadas ocasiones. Infinita e indiscutiblemente reprochable.

El caso es que, hoy día, muchos aficionados al balompié en general desprenden simpatía por aquel equipo; incluso aficionados rivales —en frío y tras unos cuantos años de reposo, claro—. En primer lugar, porque representa a las claras la batalla contra el fútbol moderno. Guerra perdida —la inflación de los años noventa y la nueva reglamentación de la Premier League hicieron inviable económicamente la supervivencia del equipo—. En segundo lugar porque, antes de abandonar los parajes más pomposos del fútbol británico, pateó física y futbolísticamente a uno de los grandes del momento en una final histórica que puso la guinda de oro a su leyenda. Fue el 14 de mayo de 1988, en el legendario estadio de Wembley y ante el Liverpool de Kenny Dalgish. Un enfrentamiento épico entre el fútbol bien y Beatle de los reds y los desarrapados e irreverentes hombres del Wimbledon por alzarse con la corona del torneo más antiguo del mundo: la FA Cup.

Sí, ese mismo torneo. Tan solo 13 años después. Una eternidad para los wombles. En poco más de una década, el equipo amateur que fascinó al país en la edición del 75' volvía a encontrarse con su torneo fetiche a escasos centímetros de la copa de campeón. El fútbol a veces tiene estas cosas. El escenario que daría el pistoletazo de salida a su momento dorado sería también la cima de su histórico ascenso hasta el olimpo de la Premier. Y podría haber sido todavía más simbólico si Dave Bassett, uno de integrantes de aquella plantilla de los setenta y principal inquilino del banquillo de los dons desde la Fourth División hasta la First, no hubiera dejado un año antes Plough Lane. Su sucesor al frente el excéntrico Wimbledon fue Bobby Gould, un entrenador a la altura de esta pandilla de locos. Un técnico que como jugador llegó a decir que le rompería una pierna a su abuela con tal de meter un gol y que, como entrenador, tenía un estilo de juego muy concreto y depurado: "Porteros que puedan golpear el balón 90 yardas y un —delantero— 1,90 cm que la baje con la cabeza". Muy representativo de la Crazy Gang.

Vinnie Jones y Bobby Gould durante la celebración de la FA Cup. Fotografía: Coventry Telegraph.

Gould mandó a los jugadores al pub la noche antes del partido

Por supuesto, el juego que desplegaba el equipo de Gould no era, a priori, rival para el Liverpool de Bruce Grobbelaar, Peter Beardsley, John Aldridge y John Barnes, entre otros. Vamos, que hoy día las casas de apuestas no habrían dado un duro por la victoria del equipo de Dalgish. Un reguero de tensión inevitable circulaba por todos los rincones del hotel de concentración womble en la noche previa al gran partido. La reacción de Gould estuvo a la altura de las circunstancias. "El entrenador pudo sentir que había un clima de mucho nerviosismo. Entonces, nos mandó a tomar una cerveza en el bar de la esquina, en Wimbledon Common. Había muchos fans del club en el lugar, y debió ser chocante para ellos encontrarse con el equipo en bloque el día antes del partido. No es que diésemos el partido por perdido, sino que queríamos refrescarnos y alejar las preocupaciones de nuestra cabeza", reconoció el guardamente Dave Beasant en una entrevista para El Mundo en 2010.

Cuenta la leyenda que aquella noche los jugadores se pillaron una cogorza absoluta y que Vinnie Jones se marchó sin pagar la cuenta. Quizá se lo olvidó. Tenía otras cosas en mente y, además, el ya había empezado a trabajar de cara a la final mucho antes. Se comenta que en los prolegómenos de un Liverpool-Wimbledon el tipo más macarra que ha pisado un campo de fútbol cambió la tradicional manera de cruzar el túnel de vestuarios de Anfield: salivazo a la mítica placa que preside el acceso al verde y la amenaza de turno al crack rival, en este caso, el mítico Kenny Dalglish. O más bien recordatorio, porque sus intenciones sobre el entrenador-jugador de los reds eran de sobra conocidas tras hacerlas públicas previamente en rueda de prensa: "Arrancarle la oreja de un mordisco y escupirla en un agujero". Instantes antes del comienzo de la final en Wembley, los once dons ya había comenzado a jugar su partido. Mientras el árbitro esperaba la señal de su cronómetro para saltar al campo, los jugadores del Wimbledon golpeaban la paredes de cemento al grito de "in the hole, in the hole" —en referencia a las declaraciones de su matón estrella sobre King Kenny—.

Lawrie Sánchez adelantó a los wombles en el 37

Los wombles ya mandaban en el apartado anímico antes del duelo, pero nadie esperaba que también lo hicieran en el marcador antes del descanso. Corría el minuto 37 cuando Dennis Wise sacaba una falta desde la esquina izquierda hacia el primer palo. Y allí, el hombre que le dio al Wimbledon el ascenso a la First, lo volvió a hacer. Lawrie Sánchez conectaba un cabezazo que sorteaba a Grobbelaar y se colaba al fondo de las mallas para hacer el 0-1. Los 98.000 espectadores quedaron atónitos, todos en shock —para bien o para mal—. Por supuesto, tras el tanto del delantero de origen ecuatoriano, la misión consistía en mantener el resultado. Un equipo binario, que ganaba el 90% de us partidos por 1-0 o 0-1 no iba a cambiar de filosofía solo porque se había encontrado con un gol inesperado ante el todopoderoso Liverpool. De hecho, más razón si cabe para retrasar líneas y poner a Dennis Wise y Vinnie Jones a la caza y captura de los hombres de rojo.

Beasant detuvo un penalti a Aldridge en el minuto 60

Pero, con el paso de los minutos, el cortocircuito que había sufrido el conjunto de Kenny Dalglish antes del descanso comenzó a perjudicar toda su ingeniería. El Liverpool sometió a su rival a una campaña de acoso y derribo cada vez más acusada y menos elegante. Juego directo, balones al área, etc. Los reds no podían permitirse perder la FA Cup ante un rival tan antagónico. Un choque de valores, de identidades. La burguesía más elitista contra el proletariado más descarriado. Y, como siempre, la justicia estuvo de lado del poderoso. En el minuto 60 de partido, John Aldridge iniciaba una internada sobre el área londinense y era derribado por el defensor Clive Goodyear. En la repetición se aprecia lo injusto de la decisión del colegiado, pues el lateral del Wimbledon toca claramente la pelota, pero el árbitro lo tenía claro y señalaba el punto fatídico ante el estupor de los dons.

Aldridge no lo dudó ni un segundo. Agarró la pelota con fuerza entre sus brazos y se autoasignó el privilegio de lanzar desde los once metros, la pena máxima. El delantero colocó el balón con mimo sobre el punto de penalti e intentó aislarse del gritería de los grada. Olvidó la pelota y a Beasant bajo palos. No quería mirar. En su rostro se podía apreciar nerviosismo y se dirigió a la frontal dando la espalda al portero. Mala señal. Casi antes de que el colegiado diera la señal, ya había empezado la carrera y, casi antes de que el guardameta adivinara su disparo ya estaba de rodillas sobre el césped y con las manos en la cabeza. Beasant mandó la bola a córner con una estirada mítica hacia su palo izquierdo sin despegarse de la línea de gol. "El delantero hizo exactamente aquello que yo esperaba, pues ya conocía su forma de lanzar penaltis", reconoció el guardameta años más tarde. Un total de 26 goles y 11 de 11 en lanzamientos desde los 11 metros —en lo que iba de temporada— que no le sirvieron de nada a la estrella del Liverpool ante el imponente Wimbledon.

La parada de Dave Beasant al penalti de John Aldridge. Fotografía: Getty Images.

Aquella ocasión dejó al equipo de Dalglish en shock. Los wombles parecían más altos, más fuertes y hasta más técnicos de lo que realmente eran. Era la primera vez que se veía a aquel Liverpool metiendo balones a la olla directamente desde un saque de banda, como el Stoke City de Tony Pulis. Y con nueve hombres de azul por detrás de la frontal era complicado hacer daño al Wimbledon. El partido se convirtió en un correcalles e, incluso, los hombres de Bobby Gould tuvieron opciones de ampliar su renta; pero no hubiera sido propio de los dons. Ganar por más de un gol solo hubiera minimizado su leyenda; la leyenda de la Crazy Gang: "The Crazy Gang have beaten the Culture Club!" (John Motson, comentarista de la BBC, emocionado tras el pitido final). Trece años después de conquistar con su entrega, un equipo ni semiprofesional, a los aficionados de la FA Cup, Dave Beasant, héroe y capitán, levantaba la copa de campeones del torneo más antiguo del mundo y el técnico Tommy Docherty —de retirada en el Altrincham— resumía con una frase lapidaria el coche de dos filosofías futbolísticas: "El himno del Liverpool es Nunca caminarás solo; el del Wimbledon es Nunca volverás a caminar".

[El partido íntegro entre Liverpool y Wimbledon en Youtube: FA Cup Final 1988]

El Wimbledon FC campeón de la FA Cup del 88'. Fotografía: The42.

"Tristes, miserables, pero eficaces"

Atte.: Bobby Robson. El que fuera entrenador del Barça y, por aquel entonces, seleccionador nacional de Inglaterra, resumió con la frase que da título a este apartado el sentir del fútbol inglés sobre esta banda de chiflados. Pero, ¿qué es más importante en el deporte rey que la eficacia? Los aficionados a los grandes equipos exigen buen fútbol y no siempre valen exclusivamente con resultados. Lo demostró el Real Madrid con Capello —con su despido en 2007 tras ganar la Liga— y el Valencia con Rafa Benitez —que, harto de esperar su renovación tras ganar el campeonato doméstico en 2004, abandonó Mestalla—. Pero para los seguidores de equipos humildes, aguerridos y con poco fútbol, la Crazy Gang supone toda una inspiración.

"No fuimos tan lejos. ¿Murió alguien? No. ¿Rompimos la nariz a algunos? Si, pero eso es parte del juego"

Actualmente, después de recibir la desaprobación —por ser finolis— de la práctica totalidad del fútbol inglés, su nombre está escrito con letras de oro en los libros de historia del balompié. El pasado 26 de diciembre, Boxing Day, la cadena BT Sport —filial británica de la ESPN— rompió definitivamente con los resquicios de antipatía que podía generar el cuadro del Plough Lane. Con más de una hora de duración, se estrenaba, en prime time, el documental The Crazy Gang, un filme que analiza en profundidad la apasionante historia de este Wimbledon FC de los años ochenta, una década que llevó a un equipo de barrio de las ligas menores del fútbol británico a ganar la FA CUP en 1988. Y siempre con el testimonio ineludible de algunos de esos grandes hombres que hicieron posible, patada tras patada, la gesta: Lawrie Sánchez, Dennis Wise y, como no, el mismísimo Vinnie Jones, entre otros. "No fuimos tan lejos. ¿Murió alguien? No. ¿Rompimos la nariz a algunos? Si, pero eso es parte del juego" (John Fashanu, jugador del Wimbledon entre 1986 y 1994).

Hoy aquel equipo ya no existe. En 1991 el Wimbledon FC tuvo que abandonar el entrañable y vetusto Plough Lane ante la nueva normativa de la Liga que obligaba a los clubs a que todas las localidades de sus estadios fueran de asiento. La solución, a priori momentánea, fue acudir de nuevo a Selhurst Park (Crystal Palace), el estadio que acogió el partido ante el Leeds United del 75'. Sin embargo, los problemas económicos de un club con reducidísimo presupuesto hicieron inviable el mantenimiento anual del alquiler del campo al Crystal Palace tras el descenso a la Championship en la temporada 1999/00. En contra de la opinión de los aficionados dons, la solución fue trasladar el equipo a Milton Keynes, a 108 km. Pero la pasión que había generado aquel equipo en ese suburbio de Londres era demasiado fuerte como para que sus propietarios noruegos —Kjell Inge Rokke y Bjorn Rune Gjelsten— lo vendieran al mejor postor.

Bajo el nombre de AFC Wimbledon (A Fans' Club), el retoño de los viejos dons milita hoy en la League Two, cuarta categoría del fútbol británico, solo una por debajo del Milton Keynes Dons —denominación del antiguo Wimbledon FC en su nuevo hogar y que luce en su nomenclatura oficial el apodo del mítico club del que se originó—. Fueron cuatro seguidores (Kris Stewart, Ivon Heller, Trevor Williams y Marc Jones) quienes se reunieron en el pub Fox & Grapes de Wimbledon y pusieron el marcha el nuevo Club. Dos años más tarde (2002), un amistoso en campo del Sutton United ponía la primera letra de esta historia interminable. Que no es un nuevo libro, sino un capitulo adicional. Un bonus track para este equipo de indeseables hooligans vestidos de futbolistas que rompieron con los valores del rectilíneo fútbol británico como los Sex Pistols lo hicieron con el pop inglés.

"En este club los únicos hooligans son los jugadores" (Dave Basset, entrenador del Wimbledon FC entre 1981 y 1987).

Dave Bassett y el Wimbledon FC en 1985 . Fotografía: Daily Mail.