“Los campeones no se convierten en campeones cuando logran un título, sino en las horas, semanas, meses y años que se están preparando para ello. Esa victoria es la mera demostración del carácter de un campeón de verdad”.

Michael Jordan

Cuando echamos la vista atrás y volvemos a mirar el mundo con ojos de niño nos damos cuenta de por qué somos como somos. La verdad es que la imaginación voraz de un chaval que no alcanza los diez años de edad es implacable, oportuna y, en ocasiones, premonitoria. Durante esa etapa de la vida todo se ve y se vive diferente, se intensifica un poco si queremos rizar el rizo. Con esa praxis de infantilidad los sueños empiezan a formarse aun sin darnos cuenta, aun sin tener demasiada conciencia. A todo el mundo le preguntaron en su momento qué querían ser cuando fueran adultos, pero sólo unos pocos afortunados jugaron a ser adivinos y convirtieron sus deseos en la realidad más gloriosa y más preciosa posible.

Premonitorio o no, las mojadas calles de Baltimore iban a ser testigo del nacimiento y crecimiento de toda una leyenda viva del deporte universalEl escenario de la serie The Wire fue donde el pequeño Michael Fred Phelps II dio sus primeros pasos en un mundo que, sin saberlo, acabaría teniendo a sus pies. Con una hiperactividad diagnosticada, el menor de los Phelps fue influenciado por sus hermanas para que diera el salto a las piscinas con el fin de controlar esos impulsos. Con apenas siete años, Michael se lanzó al agua y empezó a erigir su propio destino.

A partir de ese día, el cloro y el celeste de las piscinas serían como su segundo hogar, ya que apenas saldría del agua para comer o dormir. Su talento era natural, parecía haber nacido para vivir en el agua, era como si Aquaman existiese de verdad y hubiese poseído su cuerpo sin pedirle permiso; Phelps no podía hablar con los peces, pero su carrera parecía la de un superhombre. La velocidad de su progresión era tremenda, mareante, su destino ya estaba llamando a su puerta de forma constante. Con quince años ya tenía un diploma olímpico, y con dieciséis ya había destrozado en dos ocasiones un récord mundial; el pequeño Michael estaba mutando, se estaba convirtiendo en el Tiburón de Baltimore.

El camino a Pekín

Olimpiadas, mundiales, las medallas y los récords venían solos, pero fue en la cuna de los JJOO donde Phelps encontró el reto para el que había nacido. Durante aquellos Juegos de Atenas en 2004, el norteamericano se quedó a una medalla de igualar el récord de Mark Spitz de siete medallas de oro en una sola edición de la competición deportiva más importante del mundo, algo que acabaría por convertirse en su gran obsesión. Desde ese momento, se marcó un objetivo que, día a día, entrenamiento a entrenamiento, fue construyendo. Sin descanso, Phelps se metió entre ceja y ceja en convertirse en el mejor de la historia, en un deportista no visto anteriormente con una imagen de dimensiones universal.

El propio Spitz declaraba justo antes de la gran cita que “no debería sorprendernos que en Pekín empecemos a verle ganar prueba tras prueba con unas ventajas y unas marcas que nunca han sido vistas hasta la fecha"Mark Spitz ya era conocedor de que aquellas siete medallas de los JJOO de Múnich en 1972 tenían los días contados. Las declaraciones del mítico nadador americano lo único que conseguían era ejemplificar la atmosfera que se estaba viviendo alrededor de Phelps y su posible gesta. Era el hombre de los Juegos, era el deportista más perseguido y el que más atención reclamaba por sí mismo; su momento había llegado.

Una vez aterrizado en China, el plusmarquista mundial demostró estar preparado física y mentalmente para lo que se le venía encima; el Centro Acuático Nacional de Pekín, conocido como “El Cubo”, se convertiría en territorio Phelps. El primer día se coronó con el 400 cuatro estilos, el segundo formó parte del equipo americano que logró el 4x100 libre, y el tercero fue el 200 libre la prueba de la que saldría victorioso. Ya en el cuarto día, consiguió dos oros más con récords mundiales, los 4x200 libre y el 200 mariposa, a lo que añadió, dos días más tarde, el 200 cuatro estilos. Estos seis metales dorados llegarían con récords del mundo bajo el brazo, la mitad del camino estaba recorrido.

El día en que el rey pudo ser destronado

Una imagen para la historia

A pesar de toda esa aureola generada, Phelps no lo iba a tener demasiado fácil. A falta de dos oros para lograr el objetivo, a falta de dos finales para romper el registro de Spitz, Michael se encontraría con la horma de su zapato. De forma inesperada, el nadador serbio Milorad Cavic se había metido en la final de los 100 mariposas batiendo el récord olímpico; de tapado a favoritoCon ese gen balcánico corriendo por sus venas, Cavic se atrevió a declarar que “Phelps es el mejor deportista de la historia, pero sería bueno verlo perder”, algo que consiguió encender al americano, que tenía una fobia a la derrota tremenda. Si la final ya tenía suficientes ingredientes, las declaraciones de Cavic no hicieron sino avivar aún más la llama de la atención mediática.

En la calle cuatro, el serbio, en la cinco, Phelps, el duelo estaba servido y la tensión se cortaba con cuchillo. Las caras de los dos favoritos eran de concentración máxima, estaban evadidos del mundo como si no existiese otra cosa que la calle en la que iban a nadar, como si no hubiese público ni nadie presente. Spitz vaticinó antes de los Juegos que ésta iba a ser una de las pruebas más complicadas para Phelps, pero nunca imaginó que tendría tanta razón. El sonido del inicio de la carrera resonó con fuerza y los asistentes jaleaban un “Cubo” hasta la bandera y con ganas de ver algo que, pasase lo que pasase, terminaría siendo histórico.

En los primeros cincuenta metros Cavic le sacaba ventaja a Phelps, colocándose sesenta y dos centésimas por detrás con otros cincuenta metros por recorrer. El hambre, las ganas de revancha y su carácter ganador hicieron que el norteamericano sacara todo lo que tenía para ir remontando como un auténtico campeón. La distancia se iba recortando y el final de la carrera estaba llegando, los dos nadadores se colocaron a escasos centímetros para dejarnos un desenlace de escándalo, casi de película y una foto que ha pasado a la historia. Ambos alzaron sus brazos para tocar la pared y la gloria; si Cavic ganaba desmontaría toda una hazaña, si lo hacía Phelps, estaría a un paso de conseguir el logro para el que había nacido.

Con más que perder que ganar, el estilo de natación de Phelps le ayudó a conseguir un oro que parecía imposible; su brazada más corta y más potente le ayudo a tocar la pared a una centésima por delante de Cavic, consiguiendo que el americano se desatase sobre el agua agitando sus brazos y golpeando el agua, sabedor de lo que había logrado y de lo que había conseguido. Nada ni nadie habían podido con el Tiburón, ya había igualado a Mark Spitz y sólo le quedaba un oro para superar un registro impensable. Aún así, la Federación Serbia de Natación intentó impugnar la carrera, algo que la FINA desestimó pero que generó todo tipo de dudas sobre el resultado final.

No obstante, el propio Cavic dejó claro que, tras ver la repetición, él “no hubiera reclamado. Me hubiera encantado que los dos hubiésemos acabado con la misma marca y compartir el oro, pero mi última brazada fue demasiado larga, mientras la de Phelps muy corta”. Además, Phelps con ese último empujón se llevó el récord olímpico de la prueba, para redondear.

Aquaman dejó patente su existencia

Phelps con sus ocho metales

Después de una de las carreras más difíciles de su trayectoria, Phelps se lanzaría a la piscina del “Cubo” por última vez con la mente puesta en superar, por fin, el récord de Spitz. Esta era otra prueba por equipos y el Tiburón sería el último en salir, aunque los americanos dominarían la carrera desde el inicio hasta el final, batiendo el récord del mundo y llevando a Michael a la gloria. Lo había conseguido, su sueño, su gran reto y su gran hazaña, Mark Spitz había quedado ya relegado a un segundo plano treinta y seis años después. Phelps se había preparado para esto, era su gran obsesión y ya estaba cosechada. Alzó los brazos al cielo y lo celebró con una pasión algo contenida, aquel niño de Baltimore que se metió en una piscina para controlar su hiperactividad había conseguido hacernos creer que Aquaman existía de verdad.

Aquella frase de Michael Jordan coincide perfectamente con casi cualquier deportista, pero quizás con Phelps cobra un poco más de sentido. Desde los siete años Michael se desvivió por trabajar, por mejorar, por ser más rápido y por ser el mejor; su don para la natación no pasó desapercibido y su destino estaba marcado, Phelps aceptó el reto y recorrió el camino sin mirar atrás, sacrificando casi toda una vida por un objetivo. La leyenda de Michael Phelps quedó patente para siempre aquel día con Pekín como escenario y unos JJOO como lanzadera, entrando para siempre en la historia del deporte mundial. Había nacido para convertirse en esto, en el único hombre sobre la faz de la tierra mitad humano, mitad anfibio, en un marciano del deporte que sólo aparece una vez cada cincuenta o sesenta años.

Está claro que Phelps puso en duda si existe la divinidad. En Pekín el mito se convirtió en leyenda, y la leyenda en realidad.