¿Cómo viajaron las selecciones europeas al continente sudamericano para la celebración del primer Mundial? ¿Por qué tuvo que pedir disculpas el colegiado Almeida Rego? ¿Qué ordenó Mussolini antes de la Copa de 1934? ¿Qué hacía un puñado de periodistas alrededor de Raimundo Orsi disparando sobre una portería vacía?

Uruguay 1930

El fútbol internacional conocía su máxima expresión en las Olimpiadas. Sin embargo, muchas selecciones estaban conformadas por jugadores amateur, ante la negativa de los clubes a permitir la participación de sus filas. Gracias al crecimiento del fútbol profesional y de dos mentes, privilegiadas y francesas, brotó la idea de organizar una Copa Mundial de fútbol. Tras varios intentos frustrados, Jules Rimet y Henri Delaunay consiguieron hacerse oír en 1928, en una sede de Amsterdam. Después de la luz verde, una pregunta implícita rasgó el silencio: ¿dónde? Cinco países dieron sus argumentos para ser sede del primer Mundial: Italia, Holanda, España, Suecia y Uruguay. Los últimos, prometiendo sufragar los gastos de viaje y estancia de todos los participantes, e incluso construir un estadio en tan solo 8 meses para celebrar los partidos, se llevaron el gato al agua del Río Negro.

¿Quién juega?

La Copa del Mundo estaba en marcha. Sin embargo, dos meses antes del inicio ninguna selección europea había confirmado su asistencia, alegando las dificultades que suponía el viaje. Las cuatro candidaturas, derrotadas, denegaron su participación. Asimismo, potencias del momento como Austria, Hungría o Alemania también borraron su nombre del campeonato. Inglaterra estaba, por aquel entonces, fuera de la FIFA. Finalmente viajaron Yugoslavia; Francia, por el imperativo moral de haber sido el propulsor del torneo; Bélgica, amparada en Rodolphe Seeldrayers, vicepresidente de la FIFA; y Rumanía, obligada por el mismísimo Rey Carol, quien eligió personalmente a los jugadores que conformarían la selección. A estos conjuntos europeos los acompañarían Argentina, Estados Unidos, Brasil, Chile, México, Bolivia, Perú, Paraguay y el anfitrión, Uruguay. Trece valientes, trece aspirantes.

Los costos del viaje corrían a cargo del bolsillo charrúa, pero no fueron los lujosos medios de transportes de hoy en día. Un solo barco transportó a tres de las cuatro selecciones europeas. La cuarta, Yugoslavia, viajó a bordo de un barco de correos. Pero no solamente compartieron viaje estos combinados, sino que, al pasar, el barco Conte Verde recogió también a la selección brasileña, ahorrando dinero uruguayo. La primera promesa estaba cumplida. La segunda fue más difícil. Ocho meses fueron escasos para la construcción del megalítico Centenario, interrumpida por unas lluvias torrenciales. El Mundial debió dar sus primeras patadas en estadios de clubes como Peñarol o Nacional, mientras que el estadio Centenario esperaba a ser inaugurado con la participación de Uruguay el 18 de julio, cinco días después del arranque del torneo. El gol que desvirgó las porterías fue obra de Héctor Castro, el “Divino Manco”, un delantero poderoso del que decían que se aprovechaba de su muñón para clavárselo a su marcador.

Héctor Castro, el "Divino Manco"

Tras tantas peripecias, el Mundial dio comienzo y con él, una ristra fabulosa de momentos y anécdotas. Ya en el primer partido, un México-Francia disputado el 13 de julio ante escasos mil espectadores, se hizo historia. Primer gol de un Mundial, logrado por Laurent en una portería, cuyo palo derecho y un pedazo de travesaño adornan hoy una calle de Uruguay, tras la desaparición del estadio de Pocitos. En ese mismo partido, Thépot, portero francés, recibió un golpe en la mandíbula y no pudo continuar sobre el terreno de juego. Su sustituto fue su compañero Chantrel, centrocampista izquierdo. Aún no estaban permitidos los cambios, los once titulares eran los once finales.

Un final anticipado

Acabar los once ocurría rara vez, sobre todo si uno de los once argentinos era Monti. Luis Monti fue un jugador que disputó el Mundial de Uruguay con Argentina y el de Italia, cuatro años más tarde, con la elástica azzurra. También destacó por su convencida violencia, sufrida por los franceses Laurent y Pinel, a los que lesionó en su primer partido mundialista. En ese mismo encuentro, Monti consiguió el gol de la victoria con un tiro libre a nueve minutos del final. Tres minutos después, Francia disponía de un contraataque cristalino cuando Almeida Rego, el árbitro, se llevó el silbato a los labios y señaló el final. Quedaban seis minutos de juego. Cundió la anarquía: los seguidores argentinos invadieron el campo, los jugadores galos rodearon boquiabiertos al trencilla brasileño. Cierro, jugador argentino, se desmayó. Minutos de locura después, el árbitro pidió su más sincera disculpa y, cuando la policía a caballo terminó de desalojar el césped, se jugaron los seis minutos reglamentarios, inocuos para el resultado.

Argentina siguió dejando un reguero de anécdotas durante todo el Mundial. En su siguiente partido tuvo que hacer frente a la ausencia de Manuel Ferreira porque este tenía... ¡un examen de universidad! ¿La Copa del Mundo? No, que las segundas matrículas son muy caras. Por su bendita falta, entró Stabile para marcar tres goles y acabar siendo el máximo goleador del campeonato. Fue un partido contra México en el que se señalaron cinco penaltis. Y sin Monti. El fiero jugador volvió en el último partido de grupos contra Chile y lo hizo desatado. Después de protagonizar varias entradas peligrosas, el chileno Arturo Torres perdió la paciencia y ambos se retaron a puñetazos. Cuál no sería la violencia que tuvo que entrar la policía a separar a los jugadores.

Desenlace por todo lo alto

A pesar de todos los incidentes, los albicelestes alcanzaron la final del torneo. Enfrente, el anfitrión. Diez barcos con más de diez mil argentinos surcaron el Río de la Plata para ver el espectáculo. La nota negativa fueron los múltiples registros, en algún caso fundamentado, que se realizaron a los pasajeros en busca de revólveres y otras armas. La gran expectación obligó a abrir las puertas del estadio Centenario a las 8.00, seis horas antes del comienzo del partido. La seguridad argentina tuvo que ser estrechamente concebida: protección policial para todos los seleccionados, policía montada escoltando al entrenador e incluso soldados con bayoneta custodiando los aledaños del campo.

El árbitro fue el belga John Lagenus, designado apenas unas horas antes del inicio del partido. El primer problema que encontró el colegiado fue propio de patio de colegio. Las selecciones se negaban a jugar con el balón del rival. El belga, salomónico, sorteó el balón y se jugó un tiempo con cada cuero. Razones tenían los jugadores para esta discusión, puesto que cada selección venció en el tiempo de su balón. Los argentinos iban en cabeza 2-1, pero la segunda parte, impregnada de la mítica garra charrúa, dio la vuelta al marcador hasta un 4-2 para certificar al primer campeón mundial: Uruguay. La victoria se celebró salvajemente en todo el país, con tal intensidad que se declaró fiesta nacional durante tres días. 72 horas de fiesta y una herencia de fiebre futbolística que hasta hoy no ha hecho sino crecer.

Italia 1934

Segundo Mundial de la historia. Uruguay, el único campeón hasta el momento, declina la invitación, ofendido aún por las calabazas que los equipos europeos dieron a su país en 1930. La primera y la última vez en la que un campeón no ha defendido su título. Otro país que protestó junto a los uruguayos fue Argentina, que envió a un combinado compuesto por jugadores amateur.

Es una orden

El Mundial, disputado en Italia, estuvo empañado por el fascismo reinante. Mussolini dejó varias anécdotas, todas ellas desagradables. Ya desde antes de empezar, la misión era clara. El mandatario habló en estos términos al general Giorgio Vaccaro: “Hágalo como quiera, general, pero Italia debe ganar este Mundial”. Ante la respuesta de Vaccaro, prometiendo hacer todo lo posible, il Duce zanjó: “Creo que no me he expresado con claridad. Italia debe ganar el Mundial. Es una orden”.

Cartel publicitario del Mundial de Italia

Dado el éxito del primer Mundial y la accesibilidad de Italia para equipos asiáticos, europeos y africanos, se necesitó de una fase de clasificación por grupos. En muchos casos, estos grupos estaban formados por únicamente dos equipos, por lo que era prácticamente una fase eliminatoria pura. Un partido extraordinario se produjo en esta fase clasificatoria previa: Estados Unidos-México, no por un alto fútbol, sino por su localización: Roma. No menos fatiga produjo el viaje a los argentinos y brasileños, ambos expulsados en primera ronda. Al seguir el sistema de octavos de final con eliminación directa, los sudamericanos recorrieron más de 10.000 kilómetros para jugar 90 minutos. Caro viaje. Estos octavos de final dejaron otra anécdota para el recuerdo: el doblete de Kielholz, suizo y miope, jugando con gafas. El delantero helvético clasificó a su equipo para la siguiente ronda gracias a un disparo que salió desviado por un bache en el terreno de juego.

Por lo civil o lo criminal

La influencia italiana llevó a los azzurri de Mussolini a la final. Los árbitros permitieron barbaridades como las cometidas ante España en cuartos de final, donde los italianos lesionaron a dos porteros rivales (Ricardo Zamora era uno de ellos) y salieron impunes. Después de un partido, la prórroga y otro partido de desempate, Italia se impuso 1-0. Los árbitros Louis Baert y René Marcet serían expulsados de la FIFA.

De aquella manera, los italianos se encontraban con los checoslovacos en la final. Il Duce saltó de nuevo a la palestra, con una amenaza muy plástica contra sus jugadores, a los que anunció que “si no ganaban la Copa... ¡crash!”. Esta onomatopeya fue acompañada del dedo índice surcando el cuello. Vittorio Pozzo, seleccionador de Italia, plantó cara en aquella ocasión: “Si en el campo demostramos más que Checoslovaquia, ganaremos. Si no, seremos subcampeones”. Con todo y con esto, Checoslovaquia se adelantó en el marcador y, faltando poco, disparó a la madera. La vida de once italianos en liza. Raimundo Orsi recibió el balón a ocho minutos del final, disparó y el cuero hizo un efecto extrañísimo. Empate y victoria italiana en la prórroga.

Los árbitros, el fascismo y la suerte dieron el triunfo a Italia. De los árbitros pudieron dar fe los españoles cosidos a patadas, del fascismo y su presión, el general Vaccaro y unos jugadores bajo amenaza de muerte y de la suerte, fueron testigos un puñado de periodistas y fotógrafos, cuando Orsi, el autor del empate, probó a imitar su disparo al día siguiente para la prensa. La portería vacía y más de veinte intentos. Irrepetible.

Francia 1938

Europa se encontraba inmersa en una crisis muy extendida. España estaba en plena guerra civil y Alemania anexionando Austria era caldo de cultivo para un conflicto bélico de grandes dimensiones. La selección de Hitler dejó la supuesta superioridad racial germana a un lado a la hora de incluir jugadores austríacos en su formación. Sindelar, la mayor estrella del país vecino y marido de una mujer judía, se negó a lucir la esvástica en el pecho. La pareja se suicidó poco después del Mundial. A este Viejo Continente convulso se negaron a viajar Argentina, debido a su candidatura rechazada, y Uruguay, aún ofendido y sufriendo una crisis del profesionalismo. Los dos finalistas del primer Mundial, fuera del tercero.

Clarividencia cubana

Cuba, en su única participación mundialista, logró un meritorio empate contra Rumanía en octavos de final, primera ronda a falta de fase de grupos. El portero cubano, Carvajales, y su gran actuación tuvieron tanta culpa de aquel empate que fue invitado a la radio. Pero no como entrevistado, sino... ¡como comentarista del partido de desempate! No jugó el encuentro que rompería las tablas, pero convocó una rueda de prensa en la que vaticinó lo siguiente: “El juego de Rumanía ya no tiene secretos para nosotros. Debemos marcar dos veces, ellos solamente lo harán una. Adiós, caballeros”. Así ocurrió, palabra por palabra. 2-1 y Cuba a cuartos. En la siguiente ronda, no tuvo tanta suerte ni fe el combinado caribeño. Los suecos les endosaron un 8-0. Con el quinto gol, el periodista francés Emmanuel Gambardella desmontó su máquina de escribir y cerró la crónica con una frase contundente: “Hasta cinco goles es periodismo. Después, estadística”.

Leónidas sin botas

En octavos de final, otro partido destacó además de la sorpresa cubana. Brasil se oponía a Polonia y lo que parecía un trámite para los sudamericanos, se convirtió en uno de los mejores encuentros del Mundial. El partido terminó 6-5 después de una prórroga, y en él, Wilimowski anotó cuatro goles, siendo el primer jugador en alcanzar esa cuota. En el lado brasileño, el delantero Leónidas, conocido como “Diamante negro” y supuesto inventor del regate llamado “bicicleta”, no quedó muy a la zaga con tres goles de su autoría. Uno de ellos, el de la victoria, lo metió descalzo. Bajo un intenso diluvio, una de sus botas se descosió. El brasileño se quitó ambas y las lanzó al banquillo con gesto teatral. Gracias al barro, el árbitro no descubrió que le faltaban las botas hasta después del tanto.

El siguiente partido de los brasileños fue menos espectacular en cuanto a juego y resultado. El choque contra los checos se ganó a pulso esa denominación: choque. Una batalla campal que dejó una pierna y un brazo rotos, una lesión estomacal grave y varias lesiones menores. Tres expulsados (dos de ellos por boxear) y partido de desempate después, los cariocas seguían vivos. Tan seguros estuvieron de sus posibilidades en el partido de desempate, que la mayoría de la expedición viajó a Marsella, lugar de las semifinales, antes del pase a las mismas.

Vencer o morir

Hungría se encontró a Italia en la final. Los ítalos eliminaron en semifinales a un Brasil sin Leónidas ni Tim, ambos reservados para “llegar frescos a la final”. Italia, con un público en contra desde el primer saludo fascista, se impuso en una bonita final, con buen juego y varios goles. Se recordará como el día en que Giuseppe Meazza lloró, mientras el seleccionador Vittorio Pozzo recibía impasible cubo tras cubo de agua en la celebración transalpina. Los azzurri de Mussolini eran bicampeones, después de una nueva amenaza de il Duce mediante un telegrama: “Debemos ser campeones para demostrar el ideal fascista. Vencer o morir”. No eran palabras vanas. El portero húngaro contestó al dictador italiano mediante la prensa: “Nunca me había sentido tan feliz por perder. Los cuatro goles que encajé salvaron la vida a once personas”.

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Aquí puedes seguir leyendo anécdotas de los Mundiales:

-Anécdotas de los Mundiales (II): Brasil 1950, Suiza 1954, Suecia 1958

-Anécdotas de los Mundiales (III): Chile 1962, Inglaterra 1966, México 1970

-Anécdotas de los Mundiales (IV): Alemania 1974, Argentina 1978, España 1982

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Sobre el autor
Sergio  Vicente Z.
Graduado en Filología Hispánica. Máster de Profesorado. Apasionado del fútbol y de las letras. Adoro cuando se juntan. Prefiero las buenas intenciones que acaban en fracaso que el éxito basado en las malas.